El
subconsciente colectivo de Atenas estaba
dominado por un silencio amenazador. La
capital de los años 70 del siglo pasado vivía bajo una
dictadura, la Junta de los Coroneles. La censura intentaba amordazar a la prensa
e infundir terror entre la gente.Yo, con la sensibilidad de una adolescente, sentía
este miedo presente en todas partes, en las calles donde la gente caminaba con
aparente tranquilidad, en las reuniones o en los medios de transporte donde
reinaba un orden fingido, una falsa obediencia. En aquellos años era alumna de un
colegio de monjas.
Mi colegio estaba ubicado en el centro, en la calle Charilau Trikupi, una
calle comercial cerca de la universidad y de la plaza de la Concordia. Cuando iba a clase tomaba el trolebús
desde mi barrio, Pangrati, hasta la estación de la universidad y después caminaba unos pocos metros hasta mi
escuela. Esto pasaba al inicio, pero a causa de la situación política del
momento, de las numerosas e imprevisibles detenciones de la gente, mis padres
pensaron que sería mejor que alguien nos llevara a mí y a mi hermana al
colegio, así que contrataron a un conductor privado. Se llamaba Virgilio, y era
greco-rumano, un hombre muy simpático, un jubilado que no tenía hijos y por eso
le gustaba muchísimo acompañarnos y participar a su manera en nuestra vida
diaria. Por supuesto nos hicimos amigos y nuestra amistad duró hasta muchos años
más tarde. El itinerario era casi el mismo. Atravesábamos en su coche las calles
de nuestro barrio, pasábamos frente al jardín nacional que se llamaba entonces
jardín real,y nos dirigíamos hacia la avenida de la reina Amalía y de ahí hacia
la calle de la Universidad. Unos días
cambiábamos el trayecto y pasábamos por el barrio de Kolonaki. Otros días nos desviábamos más y
subíamos a la colina de Likavitos para contemplar desde arriba, a vista de
pájaro, nuestra ciudad. Muchas veces, si había mucho tráfico bajábamos a la
esquina de Charilau Trikupi y andábamos hasta el colegio. Durante el camino nos acompañaban los ruidos de la capital, los
pitidos de los coches, sus frenazos, los gritos de los vendedores ambulantes, los
chillidos de los estudiantes, el clamor de la calle. Estos sonidos, junto a los repiqueteos de las campanas de la
iglesia de la Fuente de Vida los días de la misa, marcaban nuestros pasos cada
mañana. Había olores dulces de las
pastelerías cercanas, y un olor a naranjo se desprendía de los
árboles a lo
largo de la calle .Pero sobre todo olía
a cuero de las zapaterías y a humo de los vehículos.
Me vienen
ahora a la memoria imágenes de mi
vida escolar: primero el edificio que en
verdad eran tres, el primero era el dormitorio de las monjas
y de las alumnas internas, el segundo era la iglesia católica y el salón de actos
y el tercero era el edificio de nuestras aulas. Los dos patios, uno con la bandera
donde formábamos filas y el otro donde hacíamos gimnasia, un pequeño jardín
donde estaba la estatua de San José, pero sobre todo recuerdo los ojos apacibles de las monjas, sus saludos en el umbral, la oración de la mañana, las risas y los juegos en los
recreos con las amigas, las charlas en el patio, los cotilleos ,los debates en la
clase, las caras serias de nuestros profesores que representaban la autoridad
absoluta dentro de nuestro pequeño mundo.
Al terminar las clases,Virgilio nos esperaba para el regreso a
casa.Y nosotras cansadas por el largo día –eran las cuatro de la tarde cuando
nos recogía,y estábamos en la escuela desde las siete y media de la
mañana- mirábamos a los transeúntes al regreso también de sus trabajos cómo hacían
colas y esperaban el autobús en la calle de Academia. Sólo los sábados las clases duraban hasta las doce y Virgilio no
venía a recogernos. Solíamos pasear por el centro, la plaza de la
Constitución, la calle de Ermu, hasta Monastiraki y Plaka, el barrio de los turistas, donde tomábamos un café o una
cerveza y fumábamos. Nos sentíamos como si fuéramos adultos, nos sentíamos libres
y felices de una manera tan sencilla e ingenua. El barrio del centro histórico de Atenas era para nosotras el
lugar de nuestras aventuras de flirteo. Allí
había un aire de vida despreocupada, entre las tiendas de interés turístico
y los restaurantes, las casas con los frondosos jardines y los hermosos patios, hacíamos un paseo florido. Por sus callejones
empedrados se levantaba el clamor de la muchedumbre
mezclado con la melodía del organillo. Es el único sitio que en mi memoria ha
permanecido intacto.
En el barrio del centro no había muchas residencias. Era y sigue siendo
un barrio comercial y estudiantil. Durante esta época en la Universidad central
estaban casi todas las facultades y los estudiantes frecuentaban los bares y
las cafeterías del centro. Era un barrio de gran vivacidad y alegría.
Tardaría un tiempo todavía en cambiar
la serenidad y la estabilidad en caos, el regocijo en pesadilla, la vida en
muerte. Los acontecimientos de la facultad de derecho en febrero de 1973
convertirían el corazón de Atenas en el semillero de los jóvenes reaccionarios
y unos meses después, en noviembre, se desencadenarían los episodios de la
Universidad Politécnica y a continuación el derrumbamiento del régimen. La lucha de
los estudiantes contra la dictadura por la democracia fue decisiva, como una
ráfaga del viento sopló sobre Atenas y llevó fuera el miedo y la incertidumbre.
De mi colegio lo único que ha quedado es una cripta con
una estatuilla de San José, que se encuentra dentro del centro comercial
construido en los años 80. El convento y la escuela se trasladaron a un suburbio
en el norte de Atenas. Jamás lo he visitado.
ATENAS, 8 DICIEMBRE 2015
STELLA PANAGOPOULOU KIRKOU