Mi Loutraki
Loutraki en los años cincuenta. “Nuestro” hotel está en
el centro de la fotografía
Veraneé por primera vez en Loutraki, allá por 1956, con seis
añitos recién cumplidos. El invierno anterior se había casado la última soltera
de las cinco hermanas de mi madre, y dio la casualidad que mi flamante tío
fuera el dueño de un hotel, situado precisamente en aquel balneario. El hotel
se llamaba “Beau Rivage” y estaba justo enfrente de la famosa playa de guijarros,
donde aún se puede ver hoy, -como vestigio de una época mejor-, esperando en vano una restauración....
Pero no adelantemos las cosas. Hablamos de los
años cincuenta, cuando Loutraki estaba aún en pleno auge: El balneario
preferido de las clases acomodadas de Atenas, con su clima seco y saludable, sus
aguas termales, sus hoteles aristocráticos, y su famoso“Casinó”, donde la gente
no iba para arriesgar su dinero en juegos de azar, sino para degustar, o llevarse
a casa, dulces y pasteles exquisitos.
Seguro que la razón principal por la que mis
padres eligieron Loutraki para el veraneo de aquel año fue porque estaba allí el
hotel de los tíos. También les convendría mucho por dos razones más: En primer
lugar porque Loutraki estaba solo a dos horas de Atenas, cosa que haría posible
que mi padre -que no podía dejar su negocio por más de un par de
días a la vez-, viniera a visitarnos los fines de semana. En
segundo lugar porque a mi mamá, que unos meses antes había dado a luz a mi
único hermano, le convendría tener cerca a su hermana y a su yerno para que le
echaran una mano con el nuevo bebé y con
la niña pequeña, que era yo.
En efecto, Loutraki fue una elección tan acertada,
que pasamos allí no solo aquel verano, sino los seis siguientes también! ¡Para mi deleite! ¡Mi inmensa felicidad! ¡Porque
Loutraki llegó a significar para mí libertad, alegría, amigos, juego,
aventuras, en resumen todo lo bueno! Tanto lo amé, que cuando al cabo de siete
años mis padres decidieron que la familia podría ya conocer también otros
lugares de vacaciones, yo pasé el peor veraneo de mi vida ... Aún lo recuerdo
con horror. Echaba tanto de menos las vacaciones de los años anteriores, que
para vengarme de mis padres, que sin tener en consideración mis deseos nos habían
llevado no a Loutraki, sino a aquel odioso lugar, “de cuyo nombre no quiero
acordarme”, me pasé todos los días en duelo, absolutamente decidida a no
pasármelo bien... ¡A los trece años uno es tan inflexible! Al menos yo fui
así...
Pero volvamos al Loutraki de los años cincuenta.
Era una localidad muy pequeña, tan pequeña que uno la podría atraversar a pie
en quince minutos de camino relajado. Sin embargo, a pesar de sus dimensiones, Loutraki
no era para nada un pueblo. Tenía calles asfaltadas (algo no tan frecuente en las
ciudades de Grecia de aquellos años), aceras anchas y cuidadosamente cementadas,
edificios imponentes, espacios libres limpios y bien arreglados, un largo paseo
marítimo rematado por una gran explanada con quioscos, estatuas y fuentes, y un
precioso parque, justo frente al mar.
El plano de la pequeña ciudad de entonces tenía
forma de luna creciente, con el mar ocupando la parte interior. En el medio del
creciente había un pequeño muelle, donde solían anclar unos barquitos humildes y
donde rara vez aparecía también algún yate, que a nuestros ojos infantiles figuraba
como el extremo absoluto del lujo. Por el muelle empezaba el paseo marítimo, con
el malecón por un lado y una ancha explanada por el otro. La parte interiór de
la explanada estaba ocupada por las terazas de los hoteles y los restaurantes
que se alzaban tras ella. Caminando por el paseo marítimo hacia el sur, pronto el
rocoso litoral se convertía en una larga playa de guijaros. Justo allí, al
comienzo de la playa, estaba “nuestro” hotel. Frente a él, separándolo del
paseo marítimo, empezaba la vía playera, que seguía hacia el sur, hasta el
extremo oeste del canal de Corinto, el “Isthmos”. Nuestro hotel era el
penúltimo de la serie de los hoteles. Avanzando unos cien metros más hacia el
sur, uno estaba frente al último gran edificio del balneario, el hotel “Palmira”.
Allí prácticamente terminaba la pequeña ciudad. Después, nada, solo arrabales,
fincas agrestes y terrenos cubiertos de maleza. También la vía playera pronto
dejaba de estar asfaltatada...
Pero regresemos otra vez hacia el norte, al centro
del creciente donde está el muelle. Más allá hay solo una estrecha faja de
terreno plano, con edificios: algunos hoteles más, restaurantes y también la
estructura monumental, de plano circular, de la “Fuente Estatal”. (Un pretencioso
edificio de los años treinta, que todavía existe y que contiene una fuente de
aguas termales que huelen a azufre). Detrás de esta faja se alzan las peñas y
las laderas abruptas del monte Gerania, que limita la ciudad por el norte.
Justo detrás del muelle está el parque, con árboles
altos, senderos y glorietas con pequeñas estatuas y fuentes, matas floridas y
enormes arbustos de jazmín.
El olor a jazmín (¡y no el del mar!) es el que
primero viene a la memoria del olfato, cuando pienso en Loutraki. Este, y
también el olor dulce y amargo de las adelfas, que llenas de flores rosas o blancas
flanqueaban el camino por el que entrábamos en la ciudad, dándonos así la
bienvenida, y que también estaban presentes en todas partes: aceras, plazuelas,
el parque...
Hay también otros olores, no universalmente
considerados buenos, que en mi memoria están tiernamente asociados con Loutraki:
El olor a polvo y papel viejo de la pequeña librería, donde los niños pasábamos
horas buscando con afán números antiguos de revistas infantiles y tebeos; o aquel
olor a limpio de “nuestro” hotel, un olor no precisamente agradable (probablemente
era el de un detergente o de un desinfectante, que usaban las mujeres de la
limpieza), pero querido, de todas formas.
Por su parte, el sentido del oído se acuerda
vivamente del estruendo de las olas, cuando en las noches de tormenta se estrellaban
al romperse en la playa, y después el sonido hueco y susurrante de los guijarros
golpeándose unos contra los otros, cuando las aguas se retiraban
precipitadas...
El sentido del gusto tiene también sus memorias de
Loutraki: el sabor de la empanada de queso de “Casinó”, simplemente la mejor
que he probado en la vida, o el de los pequeños pastelitos glaseados, recién
preparados por la misma pastelería...
De los primeros años en Loutraki tengo los
recuerdos más idílicos: Un sentido de libertad que nunca había experimentado antes
y que devoraba con avidez...
Frente al
hotel, al regazo de mi abuela querida, con mi madre y otros niños y señoras
veraneantes
Por las mañanas tomábamos el desayuno, servido en
vajilla de porcelana blanca, en el salón. La mantequilla venía en formas
bonitas -de conchas, o pétalos de flores-, y había una mermelada muy fina y también bizcochos y galletitas... Después
de comer teníamos tiempo para hacer lo
que nos daba la gana, ya que entonces estaba prohibido entrar en el mar antes
de que pasaran al menos dos horas después del desayuno. En el hotel había
siempre alguna que otra niña de mi edad, y con la facilidad que se forman las
amistades en la niñez, en especial durante las vacaciones, pronto nos
convertíamos en amigas íntimas. Con ella, o ellas, jugábamos frente al hotel o
a la playa, bajo las miradas de las señoras mayores, que permanecían sentadas
allí en sillones plegables, íbamos de paseo hasta el muelle o el parque,
montábamos en bicicletas alquiladas con las que hacíamos carreras a lo largo
del paseo marítimo, o íbamos a comprar tebeos en la librería. En todos estos
lugares podíamos ir casi sin cruzar una calle en la que circulaban coches, así
que los padres no tenían objeción alguna para dejarnos libres, y hasta nos
daban dinero para que compráramos nosotras mismas las revistas, o para que alquiláramos las bicicletas.
Me acuerdo que una vez -sería esto durante aquel primer veraneo-, estando de camino hacia la librería con mi amiga, tuvimos de repente una idea mejor para
gastar el dinero que teníamos: ¡Montar en un coche de caballos! No tuvimos
ningún reparo para hablar de las cosas con el cochero, decirle exactamente cuántos
dracmas teníamos entre las dos, y hacer un trato con él para que nos llevara a dar
un paseo en su coche. Todo había ido sobre ruedas, y cuando al bajar del coche corrimos
entusiasmadas para contárselo a nuestras madres, no esperábamos para nada su
indignación, ni las reprimendas que recibimos: ¡De allí en adelante nunca jamás
íbamos a subir a ningún coche, de caballos o no, sin ser acompañadas por
nuestros padres, abuelos o tíos, o al menos por un mayor de su confianza!...
Alrededor del medio día, llegaba por fin la hora
para ir al mar. (¡En aquel tiempo la gente no tenía miedo de los rayos
ultravioletas!). Poníamos nuestros bañadores, que para las niñas eran entonces de
punto, cogíamos algún salvavidas y entrábamos, con nuestras madres siempre vigilándonos
de cerca, porque las aguas en Loutraki eran tramposas, ya que a los pocos
metros de la orilla el mar se volvía de repente profundo. Además había a menudo
olas que podían ser peligrosas para los niños, al entrar, o al salir. Me acuerdo
que una vez, saliendo del mar, perdí mi equilibrio golpeada por una ola. Antes
de poder levantarme vino otra ola y después otra... Creí que ya había llegado mi
hora y que iba a ahogarme allí mismo, a un metro de la orilla, cuando sentí que
unas manos fuertes me cogían y después vi el rostro sonriente y confortante de
mi tío que me alzaba en sus brazos...
El mar de
Loutraki solía ser muy tranquilo por la mañana, empezaba a agitarse al avanzar
el día y se calmaba otra vez al caer la noche. Esto era lo normal, sin embargo
había también días de tormenta, cuando las olas, en vez de sosegarse con la
puesta del sol, se volvían más altas y amenazadoras. Pero las tormentas en
Loutraki no solían durar mucho, y al día siguiente el mar estaba otra vez acogedor...
Lo peor en Loutraki era la hora de la siesta.
Después de comer, todos teníamos que acostarnos y aunque no durmiéramos,
al menos debíamos permanecer muy quietos en la cama, con las persianas y las
cortinas cerradas, para que pudieran descansar los padres y también los otros
huéspedes del hotel. Me acuerdo del silencio absoluto que reinaba y también del
calor sofocante. Pero el martirio no duraba demasiado. Al dar las cinco el
toque de queda se alzaba y entonces nos vestíamos de prisa y salíamos llenos de
energía para juntarnos otra vez con los amigos.
Rara vez íbamos al mar por las tardes. Más a
menudo se repetía el rito de la mañana: jugar, pasear, montar en bicicleta,
buscar revistas antiguas, o algún libro, en la librería, y después ir con la
familia a tomar un pastel, un helado, o
una empanada en la terraza de ¨Casinó”.
Al caer la noche y después de cenar, éramos otra vez libres para retomar
nuestros juegos y paseos, que a menudo nos conducían hasta la terraza de “Akti”,
un hotel y restaurante al lado del parque, donde por las noches había música en
vivo y donde, a veces, había también concursos de baile, para las danzas que
entonces estaban de moda, como el Cha-Cha-Cha y el Rock-and-Roll. Las parejas
de jóvenes danzaban haciendo figuras espectaculares, y nosotros los mirábamos
con la seriedad de críticos expertos, haciendo predicciones sobre quienes iban
a vencer...
Otras veces los mayores nos llevaban al cine para
ver una película apta para niños. No me acuerdo de ninguna de ellas, creo que no
eran memorables, pero sí del propio cine. Se llamaba “Electra”, y creo que todavía
existe y sigue funcionando. Era -y seguro que sigue siendo- el cine más bonito al aire libre que hay en el mundo entero. Su telón flanqueaba
el parque, mientras que a una veintena de metros de la platea estaba el mar,
por el cual los asientos de los espectadores estaban separados solo por una
serie densa de altos arbustos de jazmín, que servían de valla. El ruido lejano
de las olas, el olor intenso de los jazmines, la luz tenue de la luna o de las estrellas en la
oscuridad y el silencio de la noche hacían que la película fuera lo que menos
importaba... Ofrecía experiencias mágicas aquel cine...
Los sábados, por la tarde, solían llegar para
juntarse con sus familias los padres que durante el resto de la semana tenían
que trabajar, como el mío. Rara vez venía solo. A menudo traía consigo a parientes,
amigos, o a una de mis abuelas, que podía permanecer con nosotros por algunos
días más que nuestro papá, el cual no tenía más remedio que irse para volver a
su trabajo el lunes. Teniendo cerca a mis primos, o a mi abuela más querida -la madre de mi padre-, daba otro motivo para que yo fuera inmensamente
feliz. Hay una foto de aquel tiempo, tomada frente a “nuestro” hotel, con mi
madre, mi abuela favorita, otros niños y niñas con sus madres, sentadas algunas
en sillones plegables, en la cual yo estoy tendida en el el regazo de mi abuela
abrazándola con tal abandono, que habla por sí solo de mi felicidad completa del
momento, y también del amor que sentía por ella...
Los días que mi padre estaba con nosotros eran aún
más felices que los otros, si cabe. La atmósfera era festiva. Los mediodías de
los domingos salíamos para ir a comer todos
juntos, con las abuelas, tíos y tías, primos, primas y también los amigos
que estaban de visita, siempre en la misma taberna, situada en el interior de
la ciudad, donde tenían sus casas los habitantes permanentes. Esta parte de
Loutraki, alejada del mar, era la que más parecía un pueblo, con casitas
humildes y sus pequeños jardines. Allí reinaba una calma absoluta que
contrastaba con el ajetreo de la zona ocupada por los veraneantes. (Las dos
distintas zonas de Loutraki se separaban por la calle principal, que corría
paralela al litoral encontrándose detrás
de la serie de los hoteles que tenían frente al mar).
El dueño y patrón
de aquella taberna era conocido como el Bacalao (nunca supe si este era
su nombre o un apodo). Allí, sentados
todos en torno de una mesa larga, bajo la sombra de una vid enorme, con uvas casi
maduras colgándose de las ramas, comíamos las más ricas chuletas de cordero,
asadas sobre las brasas, que he probado en la vida. Sólo esto había para comer.
Ni siquiera patatas fritas. Sólo chuletitas de cordero, ensalada de tomate y
pepino, y un pan muy bueno, preparado, como todo el resto, por la esposa del
Bacalao, la señora Victoria, si mal no me acuerdo de su nombre. (Veo que en esta
narración hay muchos superlativos. El lector debe saber que no fueron usados
como exageraciones perdonables en un relato de recuerdos infantiles. Si digo
que el cine Electra fue y el más bonito del mundo, o que las empanadas de Casino
y las chuletas del Bacalao eran las más sabrosas que he probado en la vida, ¡es
porque estoy absolutamente convencida de ello!).
Mi Loutraki no es solo el de mi primera infancia.
Lo seguí visitando durante los años de mi adolescencia, algunas veces con mis
padres y hermano por unas vacaciones breves, o por más tiempo, invitada por mis
tíos junto con alguna amiga, o con una de mis primas.
De aquellos años posteriores mis recuerdos mas
vívidos son los que tienen que ver con mi iniciación en el mundo del flirteo y de
las discotecas -los “clubes”, como se llamaban entonces,- de la mano de una prima mía, que aunque tenía dos años menos que yo, era la
más despierta en esas cosas. Los tíos, siempre más liberales que nuestros
propios padres, no tenían ninguna objeción para que nos divirtiéramos de esa
manera.
De todos modos, aquellos clubes no eran para nada
antros de perdición, sino más bien unos espacios libres -poco alejados de los hoteles-, vallados por arbustos bajos, con una pista de cemento en el centro, en
torno a la cual se disponían las mesas. Solíamos ir allí en compañía de otros
chicos y chicas del hotel, a los que habíamos conocido desde siempre, ya que
entonces la clientela de los hoteles de veraneo era más o menos fija y muchos
de ellos, como nosotras mismas, solían veranear en Loutraki casi cada año. Los
otros parroquianos del club no tenían más años que nosotras, su edad variando
de los trece hasta los veinte años al máximo. De una máquina de discos elegíamos
la música que queríamos para bailar -canciones románticas, italianas o
francesas, o ritmos americanos e ingleses-. (Era entonces la época del apogeo de los
Beatles y de los Rolling Stones). En el club uno podía tomar zumo de naranja,
un vermut o un café instantáneo frío, es decir un “Frappé”, que por entonces
había hecho su aparición en Grecia, promocionado por Nestlé, y que estaba muy de
moda. Una noche, después de tomarme uno, desacostumbrada como era, no pude
cerrar un ojo toda la noche, hasta que no amaneciera...).
Mi Loutraki comenzó a estropearse cuando, a mediados
los sesenta, hubo en Grecia la fiebre de la construcción. Empezaron a erigirse entonces
altos bloques de apartamentos, primero a lo largo de la playa, por el sur del
centro, y después en todas partes, hasta que el paisaje cambió completamente. Los
nuevos propietarios de los pisos y sus familiares llenaron la playa, las
calles, y todo espacio libre del antiguo balneario hasta el punto de la asfixia
total. Las calles se llenaron de coches y cada rincón libre se convirtió en
aparcamiento. Después de esto, el declive fue inevitable y rápido.
En las últimas décadas he visitado Loutraki muy raras
veces, y nunca por más tiempo que unas pocas horas. Sin embargo lo tengo vivo
en mi memoria, así como era en los años de mi niñez y primera juventud. Y sigo
queriéndolo, para siempre.