En “El chico de la última fila” Juan Mayorga nos
habla de aquellos que eligen la última fila, aquella desde la que se ven todas
las demás. Y mientras leía la obra y sus
reflexiones no pude evitar visitarme en la escuela y ahí estaba yo, en la
primera fila, sí, la primera. Y empiezan a venir también palabras repetidas, salidas
tantas veces de la boca de mi madre: es que siempre querías ser la primera,
estar la primera en la fila, entrar la primera al colegio. Y ahora, de pronto,
me doy cuenta de ciertas cosas. Claro, estando en la primera fila no tuve otra
opción que hacerme empollona y ensimismada, porque el tedio de la escuela me
hacía fantasear en mí misma y no en nadie más, qué remedio me quedaba. Si es que estaba en la primera
fila, y los demás estaban detrás, y podían recrearse en los demás. Y yo allí,
en la primera fila, con la mano levantada y ganándome de empollona, el mote.
Ahora entiendo el porqué los de la segunda fila, los de detrás de mí, y que no
eran unos empollones, se fijaran en mí. Siempre andaban pellizcándome, o
intentándolo, porque yo cada dos por tres, les enviaba un tortazo. Era la forma
natural en las relaciones entre chicos y chicas de nuestra edad, apenas los trece
años. Esta es la edad de lo que estoy contando. Aunque también tengo que
reconocer, que me querían bien, porque también me enviaban mensajes secretos y
el día de mi cumpleaños se presentaron con tres rosas, todavía me acuerdo. En
esa edad en que las chicas somos unas extraterrestres, ellos, los dos, Ricardo
y Alexis se llamaban, se hicieron tiernos por mí, pero no por mí, sino porque
era yo la que ocupaba la única fila delante de ellos. En mi clase había chicas
mucho más guapas, yo era un poco chicazo, empollona y con gafas. Aunque también tengo que decir que en aquella
época tocaba la guitarra y me inventaba obritas de teatro, que improvisaba de
clase en clase con alguna otra de mis compas. Quizás fue por eso. Hubo otros que
también estaban detrás y me decían cosas bellas, aunque hubo uno que me llamaba
María Falconetti, nunca supe por qué, y me asediaba por las escaleras. Lo que me hizo aprender que estar a la
defensiva es otra opción en la vida.
Ya en el Instituto
me senté en la penúltima fila, y detrás de mí,
había sentados dos chicos, y otra vez, uno de los dos empieza a
dibujarme con una pizarra delante donde me escribía notas en inglés, a mí, que
era de francés. Recuerdo el último que me dibujó y me lo metió en la carpeta,
ahí estaba yo de espaldas leyendo en la pizarra pintada: Do you love me? Y me
dije yo, otra vez no, era el otro el que
a mí me gustaba. Así que yo también le escribí al otro, al que me a mí
me gustaba, poemas, pero no los sabía apreciar, ya que en el fondo no era
nada sentimental, pero así llegué a la última
fila con él. Ya por fin allí, el otro
pudo dejar de mirarme, y yo darme cuenta de todo. Dejé de ser tan empollona, y
de ser tan ensimismada, para dedicarme al platonismo. En qué hora, pero eso es
otra historia. El caso es que desde allí el de al lado no era tanto, y cuando
me reprochó diciendo: A ti lo que te
pasa es que eres una idealista. ¡Coñ..! Me dije. Y ahí se acabó todo. Más
adelante, arrepentido, me enviaba mensajes al buzón de casa sin nombre.
Recuerdo el último: ¡No te asustes! Ahora el asustado soy yo. Vaya. Menos mal
que todo terminó bien y se enamoró de
una chica más guapa y rubia, como tiene que ser.
Ya en la
universidad seguí frecuentando las últimas filas, el platonismo estudiando
Filología Clásica se hizo en mí vocación, pero eso como he dicho es otra
historia. Pero sí que creo que el haber sido una chica de la primera fila deja un
sello. Y tanto, para terminar contaré
una anécdota de aquellos tiempos. A pesar de estar en la última fila, escondida
entre las cabezas, había un profesor que
te sacaba a la tarima y te sentaba con él, y no sé cómo se apañaba y con el
dedo decía: Usted señorita, suba aquí. Y era yo. Abra el libro, lea y traduzca.
Todavía recuerdo el discurso de Lisias, Contra Alcibíades, que es el que me
tocó, al azar, y allí estaba leyendo y traduciendo yo cómo caían las cabezas de
Hermes de todas las estatuas de Atenas. Pero no me pasó solo una vez, fueron
varias, con mayor o menor fortuna. De tal manera que un día en la
cafetería, Luis Gil, el catedrático de griego que siempre me preguntaba. me dijo:
Señorita, me tiene usted desconcertado. Y así me quedé de desconcertada yo, y
siempre me quedó la duda. Y toda la culpa la tuvo el haberme sentado alguna vez en la primera fila. Lo que me
reafirma, que las filas deben desaparecer y en círculos la enseñanza se debe
hacer. Eso explica también por qué
siempre hablo tanto de mí y tan poco de
los demás, además de dedicarme a leer a Chantal Maillard, por qué será. Y ella, ¿en qué fila se sentaría? La culpa ya sabemos, al menos, de dónde viene.
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