Δευτέρα 18 Ιανουαρίου 2016

Desde entonces nada sería igual…

 Vino enséñame el arte de ver
mi propia historia como si ésta
ya fuera ceniza en la memoria”
J.L.Borges

Desde entonces nada sería igual…
Era una noche estrellada de otoño, una noche de fiesta y todo resplandecía dentro de la gran sala  de la Asociacion Americana. El concierto de guitarra acababa de terminar y el  público  compuesto de músicos y de aficionados  tomaban sus bebidas y charlaban jubilosamente sobre el espectáculo. Ella sola, sentada en un rincón,  celebraba secretamente el día de su santo, aunque su presencia allí tenía otro objetivo. Miraba fijamente la entrada de la sala como si esperara la llegada de alguien. Y de repente él, hermoso, vestido de negro, entró saludando a unos conocidos. El corazón de ella bailaba como loco y pensaba que, con el júbilo que había allí, le extrañaría que  la divisara. Así que se levantó y se dirigió hacia la mesa donde se ofrecían los vasos de vino tinto. Necesitaba beber algo para vencer su timidez y lo embarazoso de la situación. Ni siquiera se dio cuenta de que él la había visto y, clavando su mirada en ella en el momento oportuno, se acercó decisivamente a la mesa en el centro de la sala para saludarla. Era un instante único, eterno, el encuentro de  dos almas gemelas. Se apretaron las manos cortésmente y él le ofreció un vaso. Su voz embriagadora como vino enamorado acariciaba su pelo y ella, feliz a su lado, estaba envuelta en su aurora, en su misterio. Y como en las historias de hadas la sala se tranformó en la antesala de un paraíso. El vino era el gran protagonista aquella noche, avivó sus sentidos e invadió deliciosamente el paladar, dejándolos descubrir un mundo interior,mágico,la verdadera libertad. Sus ojos brillantes cantaban el amor y la alegría. El le hablaba de su próximo viaje a Nueva York, de las cosas que quería hacer y ella tragaba cada una de sus palabras que por fin daban aliento a su propia vida, intentando descifrar el verdadero sentido de aquella conversación.
¡Qué suerte tuvo aquella noche!¡Qué regalo divino encontrarle allí inesperadamente! La sala era como si fuera el mundo entero y el tiempo como si no existiera. Tanta era su felicidad que en sus palabras palpitaba su emoción.
¡Qué distinta es la espera del amor que aguarda impacientemente el momento de un posible encuentro y finalmente como si fuera un  milagro,  a vino veritas, este inicio de la vida, este principio anhelado, el despertar inquieto del amor toma cuerpo.
Desde entonces nada sería igual….sin él.
Atenas 7 -1-2016

Stella

Σάββατο 16 Ιανουαρίου 2016

Mi Loutraki

Mi Loutraki


                             Loutraki en los años cincuenta. “Nuestro” hotel está en el centro de la fotografía

Veraneé por primera vez en Loutraki, allá por 1956, con seis añitos recién cumplidos. El invierno anterior se había casado la última soltera de las cinco hermanas de mi madre, y dio la casualidad que mi flamante tío fuera el dueño de un hotel, situado precisamente en aquel balneario. El hotel se llamaba “Beau Rivage” y estaba justo enfrente de la famosa playa de guijarros, donde aún se puede ver hoy, -como vestigio de una época mejor-, esperando en vano una  restauración....
Pero no adelantemos las cosas. Hablamos de los años cincuenta, cuando Loutraki estaba aún en pleno auge: El balneario preferido de las clases acomodadas de Atenas, con su clima seco y saludable, sus aguas termales, sus hoteles aristocráticos, y su famoso“Casinó”, donde la gente no iba para arriesgar su dinero en juegos de azar, sino para degustar, o llevarse a casa, dulces y pasteles exquisitos.
Seguro que la razón principal por la que mis padres eligieron Loutraki para el veraneo de aquel año fue porque estaba allí el hotel de los tíos. También les convendría mucho por dos razones más: En primer lugar porque Loutraki estaba solo a dos horas de Atenas, cosa que haría posible que mi padre -que no podía dejar su negocio por más de un par de días a la vez-, viniera a visitarnos los fines de semana. En segundo lugar porque a mi mamá, que unos meses antes había dado a luz a mi único hermano, le convendría tener cerca a su hermana y a su yerno para que le echaran una mano con  el nuevo bebé y con la niña pequeña, que era yo.
En efecto, Loutraki fue una elección tan acertada, que pasamos allí no solo aquel verano, sino los seis siguientes también!  ¡Para mi deleite! ¡Mi inmensa felicidad! ¡Porque Loutraki llegó a significar para mí libertad, alegría, amigos, juego, aventuras, en resumen todo lo bueno! Tanto lo amé, que cuando al cabo de siete años mis padres decidieron que la familia podría ya conocer también otros lugares de vacaciones, yo pasé el peor veraneo de mi vida ... Aún lo recuerdo con horror. Echaba tanto de menos las vacaciones de los años anteriores, que para vengarme de mis padres, que sin tener en consideración mis deseos nos habían llevado no a Loutraki, sino a aquel odioso lugar, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, me pasé todos los días en duelo, absolutamente decidida a no pasármelo bien... ¡A los trece años uno es tan inflexible! Al menos yo fui así...
Pero volvamos al Loutraki de los años cincuenta. Era una localidad muy pequeña, tan pequeña que uno la podría atraversar a pie en quince minutos de camino relajado. Sin embargo, a pesar de sus dimensiones, Loutraki no era para nada un pueblo. Tenía calles asfaltadas (algo no tan frecuente en las ciudades de Grecia de aquellos años), aceras anchas y cuidadosamente cementadas, edificios imponentes, espacios libres limpios y bien arreglados, un largo paseo marítimo rematado por una gran explanada con quioscos, estatuas y fuentes, y un precioso parque, justo frente al mar.
El plano de la pequeña ciudad de entonces tenía forma de luna creciente, con el mar ocupando la parte interior. En el medio del creciente había un pequeño muelle, donde solían anclar unos barquitos humildes y donde rara vez aparecía también algún yate, que a nuestros ojos infantiles figuraba como el extremo absoluto del lujo. Por el muelle empezaba el paseo marítimo, con el malecón por un lado y una ancha explanada por el otro. La parte interiór de la explanada estaba ocupada por las terazas de los hoteles y los restaurantes que se alzaban tras ella. Caminando por el paseo marítimo hacia el sur, pronto el rocoso litoral se convertía en una larga playa de guijaros. Justo allí, al comienzo de la playa, estaba “nuestro” hotel. Frente a él, separándolo del paseo marítimo, empezaba la vía playera, que seguía hacia el sur, hasta el extremo oeste del canal de Corinto, el “Isthmos”. Nuestro hotel era el penúltimo de la serie de los hoteles. Avanzando unos cien metros más hacia el sur, uno estaba frente al último gran edificio del balneario, el hotel “Palmira”. Allí prácticamente terminaba la pequeña ciudad. Después, nada, solo arrabales, fincas agrestes y terrenos cubiertos de maleza. También la vía playera pronto dejaba de estar asfaltatada...
Pero regresemos otra vez hacia el norte, al centro del creciente donde está el muelle. Más allá hay solo una estrecha faja de terreno plano, con edificios: algunos hoteles más, restaurantes y también la estructura monumental, de plano circular, de la “Fuente Estatal”. (Un pretencioso edificio de los años treinta, que todavía existe y que contiene una fuente de aguas termales que huelen a azufre). Detrás de esta faja se alzan las peñas y las laderas abruptas del monte Gerania, que limita la ciudad por el norte.  
Justo detrás del muelle está el parque, con árboles altos, senderos y glorietas con pequeñas estatuas y fuentes, matas floridas y enormes arbustos de jazmín.
El olor a jazmín (¡y no el del mar!) es el que primero viene a la memoria del olfato, cuando pienso en Loutraki. Este, y también el olor dulce y amargo de las adelfas, que llenas de flores rosas o blancas flanqueaban el camino por el que entrábamos en la ciudad, dándonos así la bienvenida, y que también estaban presentes en todas partes: aceras, plazuelas, el parque...
Hay también otros olores, no universalmente considerados buenos, que en mi memoria están tiernamente asociados con Loutraki: El olor a polvo y papel viejo de la pequeña librería, donde los niños pasábamos horas buscando con afán números antiguos de revistas infantiles y tebeos; o aquel olor a limpio de “nuestro” hotel, un olor no precisamente agradable (probablemente era el de un detergente o de un desinfectante, que usaban las mujeres de la limpieza), pero querido, de todas formas.
Por su parte, el sentido del oído se acuerda vivamente del estruendo de las olas, cuando en las noches de tormenta se estrellaban al romperse en la playa, y después el sonido hueco y susurrante de los guijarros golpeándose unos contra los otros, cuando las aguas se retiraban precipitadas...
El sentido del gusto tiene también sus memorias de Loutraki: el sabor de la empanada de queso de “Casinó”, simplemente la mejor que he probado en la vida, o el de los pequeños pastelitos glaseados, recién preparados por la misma pastelería...  
De los primeros años en Loutraki tengo los recuerdos más idílicos: Un sentido de libertad que nunca había experimentado antes y que devoraba con avidez... 

               Frente al hotel, al regazo de mi abuela querida, con mi madre y otros niños y señoras veraneantes

Por las mañanas tomábamos el desayuno, servido en vajilla de porcelana blanca, en el salón. La mantequilla venía en formas bonitas -de conchas, o pétalos de flores-, y había una mermelada muy fina y también bizcochos y galletitas... Después de comer teníamos tiempo para  hacer lo que nos daba la gana, ya que entonces estaba prohibido entrar en el mar antes de que pasaran al menos dos horas después del desayuno. En el hotel había siempre alguna que otra niña de mi edad, y con la facilidad que se forman las amistades en la niñez, en especial durante las vacaciones, pronto nos convertíamos en amigas íntimas. Con ella, o ellas, jugábamos frente al hotel o a la playa, bajo las miradas de las señoras mayores, que permanecían sentadas allí en sillones plegables, íbamos de paseo hasta el muelle o el parque, montábamos en bicicletas alquiladas con las que hacíamos carreras a lo largo del paseo marítimo, o íbamos a comprar tebeos en la librería. En todos estos lugares podíamos ir casi sin cruzar una calle en la que circulaban coches, así que los padres no tenían objeción alguna para dejarnos libres, y hasta nos daban dinero para que compráramos nosotras mismas las  revistas, o para que alquiláramos las bicicletas. Me acuerdo que una vez -sería esto durante aquel primer veraneo-, estando de camino hacia la librería con mi  amiga, tuvimos de repente una idea mejor para gastar el dinero que teníamos: ¡Montar en un coche de caballos! No tuvimos ningún reparo para hablar de las cosas con el cochero, decirle exactamente cuántos dracmas teníamos entre las dos, y hacer un trato con él para que nos llevara a dar un paseo en su coche. Todo había ido sobre ruedas, y cuando al bajar del coche corrimos entusiasmadas para contárselo a nuestras madres, no esperábamos para nada su indignación, ni las reprimendas que recibimos: ¡De allí en adelante nunca jamás íbamos a subir a ningún coche, de caballos o no, sin ser acompañadas por nuestros padres, abuelos o tíos, o al menos por un mayor de su confianza!...
Alrededor del medio día, llegaba por fin la hora para ir al mar. (¡En aquel tiempo la gente no tenía miedo de los rayos ultravioletas!). Poníamos nuestros bañadores, que para las niñas eran entonces de punto, cogíamos algún salvavidas y entrábamos, con nuestras madres siempre vigilándonos de cerca, porque las aguas en Loutraki eran tramposas, ya que a los pocos metros de la orilla el mar se volvía de repente profundo. Además había a menudo olas que podían ser peligrosas para los niños, al entrar, o al salir. Me acuerdo que una vez, saliendo del mar, perdí mi equilibrio golpeada por una ola. Antes de poder levantarme vino otra ola y después otra... Creí que ya había llegado mi hora y que iba a ahogarme allí mismo, a un metro de la orilla, cuando sentí que unas manos fuertes me cogían y después vi el rostro sonriente y confortante de mi tío que me alzaba en sus brazos...
  El mar de Loutraki solía ser muy tranquilo por la mañana, empezaba a agitarse al avanzar el día y se calmaba otra vez al caer la noche. Esto era lo normal, sin embargo había también días de tormenta, cuando las olas, en vez de sosegarse con la puesta del sol, se volvían más altas y amenazadoras. Pero las tormentas en Loutraki no solían durar mucho, y al día siguiente el mar estaba otra vez acogedor...
Lo peor en Loutraki era la hora de la siesta. Después de comer, todos teníamos que acostarnos y aunque no durmiéramos, al menos debíamos permanecer muy quietos en la cama, con las persianas y las cortinas cerradas, para que pudieran descansar los padres y también los otros huéspedes del hotel. Me acuerdo del silencio absoluto que reinaba y también del calor sofocante. Pero el martirio no duraba demasiado. Al dar las cinco el toque de queda se alzaba y entonces nos vestíamos de prisa y salíamos llenos de energía para juntarnos otra vez con los amigos.
Rara vez íbamos al mar por las tardes. Más a menudo se repetía el rito de la mañana: jugar, pasear, montar en bicicleta, buscar revistas antiguas, o algún libro, en la librería, y después ir con la familia a tomar un pastel,  un helado, o una empanada en  la terraza de ¨Casinó”. Al caer la noche y después de cenar, éramos otra vez libres para retomar nuestros juegos y paseos, que a menudo nos conducían hasta la terraza de “Akti”, un hotel y restaurante al lado del parque, donde por las noches había música en vivo y donde, a veces, había también concursos de baile, para las danzas que entonces estaban de moda, como el Cha-Cha-Cha y el Rock-and-Roll. Las parejas de jóvenes danzaban haciendo figuras espectaculares, y nosotros los mirábamos con la seriedad de críticos expertos, haciendo predicciones sobre quienes iban a vencer...
Otras veces los mayores nos llevaban al cine para ver una película apta para niños. No me acuerdo de ninguna de ellas, creo que no eran memorables, pero sí del propio cine. Se llamaba “Electra”, y creo que todavía existe y sigue funcionando. Era -y seguro que sigue siendo- el cine más bonito al aire libre que hay en el mundo entero. Su telón flanqueaba el parque, mientras que a una veintena de metros de la platea estaba el mar, por el cual los asientos de los espectadores estaban separados solo por una serie densa de altos arbustos de jazmín, que servían de valla. El ruido lejano de las olas, el olor intenso de los jazmines, la luz  tenue de la luna o de las estrellas en la oscuridad y el silencio de la noche hacían que la película fuera lo que menos importaba... Ofrecía experiencias mágicas aquel cine...
Los sábados, por la tarde, solían llegar para juntarse con sus familias los padres que durante el resto de la semana tenían que trabajar, como el mío. Rara vez venía solo. A menudo traía consigo a parientes, amigos, o a una de mis abuelas, que podía permanecer con nosotros por algunos días más que nuestro papá, el cual no tenía más remedio que irse para volver a su trabajo el lunes. Teniendo cerca a mis primos, o a mi abuela más querida -la madre de mi padre-, daba otro motivo para que yo fuera inmensamente feliz. Hay una foto de aquel tiempo, tomada frente a “nuestro” hotel, con mi madre, mi abuela favorita, otros niños y niñas con sus madres, sentadas algunas en sillones plegables, en la cual yo estoy tendida en el el regazo de mi abuela abrazándola con tal abandono, que habla por sí solo de mi felicidad completa del momento, y también del amor que sentía por ella...
Los días que mi padre estaba con nosotros eran aún más felices que los otros, si cabe. La atmósfera era festiva. Los mediodías de los domingos salíamos para ir a comer todos  juntos, con las abuelas, tíos y tías, primos, primas y también los amigos que estaban de visita, siempre en la misma taberna, situada en el interior de la ciudad, donde tenían sus casas los habitantes permanentes. Esta parte de Loutraki, alejada del mar, era la que más parecía un pueblo, con casitas humildes y sus pequeños jardines. Allí reinaba una calma absoluta que contrastaba con el ajetreo de la zona ocupada por los veraneantes. (Las dos distintas zonas de Loutraki se separaban por la calle principal, que corría paralela al litoral  encontrándose detrás de la serie de los hoteles que tenían frente al mar).
El dueño y patrón  de aquella taberna era conocido como el Bacalao (nunca supe si este era su nombre o un apodo). Allí,  sentados todos en torno de una mesa larga, bajo la sombra de una vid enorme, con uvas casi maduras colgándose de las ramas, comíamos las más ricas chuletas de cordero, asadas sobre las brasas, que he probado en la vida. Sólo esto había para comer. Ni siquiera patatas fritas. Sólo chuletitas de cordero, ensalada de tomate y pepino, y un pan muy bueno, preparado, como todo el resto, por la esposa del Bacalao, la señora Victoria, si mal no me acuerdo de su nombre. (Veo que en esta narración hay muchos superlativos. El lector debe saber que no fueron usados como exageraciones perdonables en un relato de recuerdos infantiles. Si digo que el cine Electra fue y el más bonito del mundo, o que las empanadas de Casino y las chuletas del Bacalao eran las más sabrosas que he probado en la vida, ¡es porque estoy absolutamente convencida de ello!).
Mi Loutraki no es solo el de mi primera infancia. Lo seguí visitando durante los años de mi adolescencia, algunas veces con mis padres y hermano por unas vacaciones breves, o por más tiempo, invitada por mis tíos junto con alguna amiga, o con una de mis primas.
De aquellos años posteriores mis recuerdos mas vívidos son los que tienen que ver con mi iniciación en el mundo del flirteo y de las discotecas -los “clubes”, como se llamaban entonces,- de la mano de una prima mía, que aunque tenía dos años menos que yo, era la más despierta en esas cosas. Los tíos, siempre más liberales que nuestros propios padres, no tenían ninguna objeción para que nos divirtiéramos de esa manera.
De todos modos, aquellos clubes no eran para nada antros de perdición, sino más bien unos espacios libres -poco alejados de los hoteles-, vallados por arbustos bajos, con una pista de cemento en el centro, en torno a la cual se disponían las mesas. Solíamos ir allí en compañía de otros chicos y chicas del hotel, a los que habíamos conocido desde siempre, ya que entonces la clientela de los hoteles de veraneo era más o menos fija y muchos de ellos, como nosotras mismas, solían veranear en Loutraki casi cada año. Los otros parroquianos del club no tenían más años que nosotras, su edad variando de los trece hasta los veinte años al máximo. De una máquina de discos elegíamos la música que queríamos para bailar -canciones románticas, italianas o francesas, o ritmos americanos e ingleses-. (Era entonces la época del apogeo de los Beatles y de los Rolling Stones). En el club uno podía tomar zumo de naranja, un vermut o un café instantáneo frío, es decir un “Frappé”, que por entonces había hecho su aparición en Grecia, promocionado por Nestlé, y que estaba muy de moda. Una noche, después de tomarme uno, desacostumbrada como era, no pude cerrar un ojo toda la noche, hasta que no amaneciera...).
Mi Loutraki comenzó a estropearse cuando, a mediados los sesenta, hubo en Grecia la fiebre de la construcción. Empezaron a erigirse entonces altos bloques de apartamentos, primero a lo largo de la playa, por el sur del centro, y después en todas partes, hasta que el paisaje cambió completamente. Los nuevos propietarios de los pisos y sus familiares llenaron la playa, las calles, y todo espacio libre del antiguo balneario hasta el punto de la asfixia total. Las calles se llenaron de coches y cada rincón libre se convirtió en aparcamiento. Después de esto, el declive fue inevitable y rápido.
En las últimas décadas he visitado Loutraki muy raras veces, y nunca por más tiempo que unas pocas horas. Sin embargo lo tengo vivo en mi memoria, así como era en los años de mi niñez y primera juventud. Y sigo queriéndolo, para siempre.

Monólogo en un bus hacia Benidorm…




Me llamo Lolita.  A mi edad este nombre parece un poco ridículo, pero ¡qué le vamos a hacer! Es el mío y ya no se puede cambiar... Pues yo, Lolita, estoy en este bus, camino a Benidorm, ¡para pasar un fin de semana con un hombre! ¡Que, además, no conozco!
No, no seáis malpensados. Lo que he dicho no es exacto. Es verdad que Felipe y yo nunca nos hemos encontrado en carne y hueso, pero nos conocimos bastante. O eso creo y espero...
Él ha sido uno de mis “amigos” de FACEBOOK por mucho tiempo. Creo que fui yo la que le había pedido que fuéramos “amigos”, hace ya dos o tres años, después de haber visto comentarios suyos que me habían gustado, a cosas que escribía otro de mis  “amigos” virtuales. O ha sido él. Eso no importa...
Por mucho tiempo nuestra “amistad” consistía sólo en comentar el uno lo que escribía el otro, y en hacer “me gusta” en publicaciones, fotos y vídeos. Sin embargo, aquella noche, hace unos meses, recibí de él un mensaje personal: Después de presentarse (vive en Granada, está jubilado, enviudado desde hace muchos años, y con dos hijos mayores), hablaba de sus aficiones (cine, literatura, arqueología, música clásica y cosas así) y me decía que, buscando por las cosas que yo había escrito y publicado en el FACEBOOK, había llegado a la conclusión que nosotros dos teníamos muchas cosas en común, así que le gustaría que nos conociéramos más.
¡La impresión que me había causado aquel mensaje privado! También me había aterrorizado bastante: ¿Qué quería de mí este hombre, en realidad? ¿Cuáles serían sus motivos? ¿Era tan candoroso como aparentaba? ¿Acaso tenía intenciones ocultas, que podrían presentar algún peligro para mí? Dormí pensando en ello, y a la mañana siguiente lo pensé y requetepensé a la luz del día. Le di muchas vueltas al asunto y al cabo de hablarlo también con mi amiga del alma en la oficina, decidí que, en todo caso, con responderle no tendría nada que perder. Debía ser muy cautelosa, eso sí, pero no pasaría nada si yo me presentaba también a él, e iniciábamos así una correspondencia de correos electrónicos, entre los dos. Así que por la noche le envié también un mensaje privado. Desde entonces nos hemos escrito regularmente. ¡Y lo hemos disfrutado! (Creo que puedo hablar también por él).
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Pues, hace pocos meses, en uno de sus correos,  Felipe va y me pregunta que por qué no hablamos de viva voz, vía Skype. (Él lo tenía ya instalado, para poder estar en contacto con sus hijos, que están estudiando en ciudades distintas). Aquella propuesta me produjo pánico, otra vez. ¡Claro! Es  una  cosa escribir a alguien que nunca has visto y otra, muy distinta, hablarle por teléfono, y -¡peor aún!- viéndolo cara a cara... Le respondí entonces que yo no tenía Skype, lo que era verdad, pero que además me sirvió de excusa para ganar tiempo y poder reflexionar sobre el asunto. Él insistió, diciendo que era sencillísimo que instalara yo también el Skype y que lo único que tendría que hacer era comprarme una pequeña cámara, que era algo muy barato. Había respondido que lo pensaría. Lo pensé e igual como había ocurrido con aquel primer mensaje suyo, al final decidí arriesgarme, así que me compré la cámara e instalé el Skype.
Ni su voz, ni su rostro me decepcionaron. Era tan simpático como lo parecía en sus correos. Desde entonces hemos hablado cada noche, como dos.adolescentes que tienen que compartirlo todo con su “enamorado”, desde sus pasadas experiencias hasta lo que les ha ocurrido durante el día...
Una noche, hace tres semanas, me habló por primera vez de Benidorm. Me dijo que hacía mucho que no lo había visitado, aunque en el pasado solía pasar allí unos días cada verano con su mujer y sus hijos, para ver a sus suegros que veraneaban allí, en un pisito que se habían comprado. Ahora, con su mujer y sus suegros ya desaparecidos, ese pisito sus hijos y él lo tenían alquilado, pero que sentía algo de nostalgia por el lugar, y pensaba ir alguna vez, ahora que él también era viejo. Y sin dejarme tiempo para pensar, va y me suelta la pregunta del millón: ¡Que por qué no íbamos juntos, por un fin de semana!
Para esquivar su pregunta, balbuceé algo sobre nuestra edad, es decir, que yo no me sentía para nada vieja todavía y que ni él -que tiene tres años menos que yo- debía sentirse así. En realidad estaba muerta de puro terror, como si un rayo se me hubiera caído encima. Él, sin embargo no me dejó escapar así y dijo que hablaba en serio, y que qué pensaba yo de su propuesta. Todavía tratando de evitar darle una respuesta directa, respondí que nunca había visitado Benidorm, porque siempre me había repugnado la idea  de ir de vacaciones a un lugar como ese. Además, puesto que teníamos esta casita en Ruidera, siempre solíamos veranear allí. Después de una breve pausa añadí que, por otro lado, yo no sabía si quería que los dos nos encontráramos de cerca... “En cambio yo sí sé que quiero encontrarte”, era su respuesta. Dijo que no quería  forzar las cosas, pero que le parecía que ya era tiempo que los dos nos conociéramos. Además Benidorm era un lugar adecuado, porque dinsta casi igualmente de Villarrobledo -mi ciudad- y de Granada -la suya-. Podríamos alquilar habitaciones distintas (dijo que algunos hoteles ofrecían unos paquetes muy atrayentes para  el mes de junio) y atrevernos,  por fin, a dar el “gran paso”. (Lo dijo con ironía, esto). “¿Qué es lo que temes?”, preguntó. “A estas alturas, debes ya de estar segura de que no soy el asesino de la sierra, ni tengo el propósito oculto de venderte a unos petroleros árabes”. (A esto me reí: ¡No conseguiría un buen precio, le dije, si esta era,  en efecto,  su verdadera intención!. Él también se rió). “Ahora en serio”, dijo. “Lo peor que nos puede ocurrir sería  que destrozáramos nuestra amistad virtual. Malo, pero seguro que ambos lo podríamos sobrellevar. Lo mejor sería que nuestra relación diera un paso adelante, aunque lo más probable sería que pasáramos un fin de semana agradable e interesante, y que pudiéramos permanecer tan amigos como ya lo somos. “¡En la vida hay que arriesgarse un poquito, Lolita! ¿No?”. No pude contradecir esos argumentos suyos. También es cierto que en el fondo la idea había empezado a hacerme ilusión. Así que le dijo que sí aquella misma noche, sin siquiera esperar para pensarlo mejor a la luz del día...
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Las cosas claras: yo soy una persona acostumbrada a la soledad. Es más: creo que mi soledad ha llegado a gustarme. Después de que mis hijos se fueron de casa vivo sola y puedo decir que lo estoy disfrutando. Claro que los veo a los tres  muy a menudo, solemos comer juntos los domingos y cuido de mis dos nietos cuando sus padres me lo piden, pero, por lo demás, yo tengo mi vida y ellos las suyas.... De todas maneras no estoy para nada segura de que en a estas alturas me convendría tener pareja, si eso pudiera ocurrir...
Desde luego hubo un tiempo que yo había sentido -¡y mucho!- la falta de un compañero. Entoncres todavía era joven. Pero hace años que ya ni me pasaba por la cabeza una posibilidad así. Es verdad  que desde el momento  en que me divorcié, hace ahora treinta y dos años cumplidos, he tenido mis “relaciones sentimentales”, como se llaman. Pocas, pero las he tenido... Primero me había enamorado perdidamente de aquel gimnasta, cuando aún estaba casada... ¡Aquella farsa de mi matrimonio! Mi madre creía que a su hija tiene una que casarla lo antes posible, “cuando aún es un primor”. Así que en cuanto terminé el colegio mis padres me encontraron enseguida a un novio. Era el hijo único de la familia más rica de nuestra pequeña ciudad, como decían todos. Era joven, apuesto, con estudios universitarios... ¿Qué más podría desear una chica? ¡Claro! El que fuera homosexual, ni se les había pasado por la cabeza, a los pobres de mis progenitores... Por mi parte, hasta creí que estaba enamorada... Así que me casé con diecinueve años... Pronto me quedé embarazada  de mi hija mayor. Desde aquel mi primer embarazo empecé a olerme que algo no estaba bien... Porque él empezó a salir  con “los amigos”, dejándome a mí siempre en casa, ya que a causa del embarazo yo tenía que descansar y meterme en la cama temprano...  Cuando di a luz , resultó que mi hija no era el esperado heredero de la familia pudiente, así que él me dejó embarazada sin tardar otra vez, y después otra, hasta que al final -¡la tercera va la vencida!- nació el ansiado niño... Tuve tres partos en cinco años, los tres con cesáreas...
Todo este tiempo él parecía correcto como marido y padre. Podía engañar a la gente que no nos conocía de cerca, pero, en realidad, su total indiferencia hacia mí, como mujer, no se podía ocultar. Yo, con veinticuatro o veinticinco años vivía hundida en la desesperación, pero creía que, pese a todo, mi deber era permanecer a su lado, volcada  en  mis hijos tan pequeños, que me necesitaban, tanto a mí, como a su padre... Era muy desgraciada, sin respeto a mí misma, sin saber qué hacer... La depresión me acosaba por todas partes. Mi madre, que se había dado cuenta de mi situación, y que -¡un poco tarde!- estaba arrepentida por haberme casado tan joven, me aconsejó entonces ir a hacer gimnasia para sentirme mejor y, de paso, recuperar.mi figura  estropeada después de los tres embarazos consecutivos. Es entonces cuando me enamoré del gimnasta... Yo le gustaba y me lo hacía entender... Necesitaba tanto sentirme deseada, que caí en sus brazos con fervor y sin cuidado por guardar las apariencias... Creo que en el fondo quería que mi marido se enterara, para así vengarme de él. Y, claro, él pronto se dio cuenta de lo que pasaba. Hubo un escándalo horrendo en nuestra pequeña ciudad... Entonces la gente tenía pocas cosas que hacer, y chismorrear a costa del vecino era su aficción favorita. Sin embargo logré sobrevivir a ello... Parece que la gente algo había entendido de nuestra situación íntima, y al pasar el tiempo, sentí que no me castigaban sin reconocer que había razones válidas por mi infidelidad...
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El fin de mi matrimonio, lejos de agobiarme, fue una bendición para mí. Además, por aquel tiempo, tuve la suerte de encontrar un trabajo de funcionaria en el ayuntamiento. Que era divorciada y madre de tres hijos ayudó... El trabajo me proporcionó autoestima y libertad. No sólo ganaba el dinero que me hacía independiente; también sentí que podía ser útil, que tenía algo de.valor...
Desde luego, mi relación con el gimnasta terminó al mismo tiempo en que estalló el escándalo. ¡Él resultó ser tan miserable! Lejos de apoyarme y compartir conmigo mi aflicción y mi vergüenza, llegó hasta a ir a pedirle perdón a.mi marido, echándome toda la culpa a mí, “la adúltera”.  Sentí por él el desprecio más profundo y todo mi amor se esfumó...
Mis relaciones después del divorcio fueron muy discretas. Nunca tuve una relación con un hombre casado, aunque hubo ocasión... También evité, por.instinto, liarme con gente de mi propia ciudad, puesto que aborrecía la idea de dar a los que vivían del cotilleo temas para hablar... Así que mis pocas relaciones fueron todas con forasteros: gente que estaba de paso por nuestra ciudad, viviendo aquí por un tiempo limitado. No lo hice conscientemente, pero si es cierto que a los hombres que estuvieron conmigo les daba miedo formalizar su relación con una divorciada, madre de tres hijos, es igualmente seguro que tampoco yo veía con buenos ojos la posibilidad de introducir en mi familia a un nuevo marido. Bastante tuvieron que aguantar mis hijos. Tener que adaptarse a un padre nuevo, sería demasiado para ellos... Más aún porque su propio padre nunca dejó de estar presente en sus vidas, y de forma muy positiva, tengo que reconocerlo. Tanto como  para mí fue un pésimo.marido, para ellos había sido siempre un buen padre.. No sólo daba el dinero necesario para que no les faltara nada, sino también se ocupaba de sus estudios, se interesaba por sus aficiones y pasaba mucho tiempo con ellos. Los quería y ellos lo.querían mucho, también.
Cuando, hace unos años, él enfermó gravemente,  mis hijos tuvieron que cuidarlo y yo les ayudé gustosa, haciendo turnos a su lado. Con los años, habíamos logrado establecer entre ambos una relación, si no de amistad, al menos de respeto mutuo. Poco antes de morir me pidió que lo perdonara “por haberme destrozado la.vida”. Había contestado entonces que mi vida no había sido para nada destrozada y.que, al contrario, yo le estaba agradecida a él, por haberme dado a mis hijos, y.también por haber sido tan buen padre para ellos... No mentía. Lo he perdonado de todo corazón. Él no tuvo la culpa por su sexualidad minoritaria. Ni siquiera por querer ocultar su “problema” con casándose y teniendo una familia. En.aquellos años “salir del armario” era impensable, más aún si uno vivía y trabajaba en una pequeña ciudad, donde todo lo que hace una persona está constantemente examinado con lupa.y sin piedad alguna. Yo, por haberme dejado convencer por mis padres a casarme tan temprano,  también tenía parte de la culpa por el fracaso de nuestro matrimonio. No quiero ser injusta...
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Y ahora me toca Felipe. No quiero -y no debo- dejar que mis ilusiones, (¡que sí las tengo!) cobren dimensiones desproporcionadas. Ni tampoco que el temor se.apodere de mí y me paralice. Voy a tomar las cosas con calma y trataré de pasármelo.bien, sin darle más vueltas. Tampoco debo hacer cosas que no estoy segura que quiero hacer...
¡Por lo menos no corro el peligro de quedarme embarazada!  ¡Esto es lo bueno de mi edad! (¡Qué cosas se me ocurren!).
¿Pero las enfermedades? ¿El SIDA? A ver si a mi edad voy y cojo algo así... (¡Dios! ¡Las cosas que me pasan por la cabeza!)


¡Lolita! ¡Cálmate! ¡No pienses más! ¡Vas a encontrar a Felipe, tu amigo, un hombre serio y afable, no al “asesino  con  de la sierra”, como bien lo ha dicho él.¡Entereza, pues! Ya veremos lo que nos depara el futuro...

El vino y yo


“Desde entonces nada sería igual”.  Así concluía mi abuela su diatriba sobre la mala suerte de su hermana menor, cuyo marido, después de varios golpes que le había dado la vida, había encontrado consuelo en el vino, volviéndose un borrachín.
Mis recuerdos de este tío están salpicados con sentimientos de conmiseración y lástima. Era buena gente, un hombre pacífico y dulce, pero a causa de su vicio, no era capaz de mantener un empleo estable. Para ayudarlo, a él y a su familia que a menudo sufría grandes penurias, mis padres y otros parientes le invitaban a veces para hacer  pequeños trabajos en la casa, como pintar las paredes, o arreglar algo que no funcionaba. Era un manitas para estas labores y trabajaba con  empeño y con afán de satisfacer, pero no podía mantener el esfuerzo por mucho tiempo. Venía a casa temprano y  antes de empezar trabajar, necesitaba primero beber un vaso -¡de los de agua!- lleno de vino hasta el borde. Lo tomaba de un trago, sin probar bocado de lo que le habían puesto al lado para acompañar su bebida. Sólo pedía que la botella del vino permaneciera sobre la mesa junto a su vaso y mientras trabajaba se servía y tomaba libremente sin parar. La calidad del vino no le importaba un bledo. Podía ser el caldo más barato que existiera. Sólo la cantidad era de su interés. Cuando la botella se vaciaba, enseguida teníamos que llenarla de nuevo, hasta que el tío, cerca del mediodía, concluía el trabajo del día y se preparaba para irse. Yo nunca lo había visto borracho o perder el control, pero me imagino que si seguía bebiendo así durante el resto del día, no le sería posible mantener su sobriedad hasta la noche…
Quizás fueron las desventuras de la tía Nicoleta, su mujer, la miseria de su familia entera y la conmiseración que sentía yo para aquel pobre tío, que me han hecho tan indiferente -esta es la palabra adecuada- hacia todas las bebidas alcohólicas, incluido el vino. Me gusta mucho -¡demasiado quizás!- comer bien, pero de todas las bebidas la que prefiero es el agua pura. Bebo vino en las comidas y las cenas festivas, cuando esto es lo que están bebiendo los demás, pero no me me faltaría nada si no me lo sirvieran nunca. Es más, siempre preferiría que me sirvieran agua en vez de vino, pero no lo digo, para no dar a los otros comensales que hablar. De las otras bebidas alcohólicas bebo gustosa sólo un licor que parece más a un dulce (Irish Cream) y también “ouzo”, del que me gusta el olor, porque me acuerda el verano. Sé  que el “ouzo” tiene muy alto porcentaje de alcohol y que podríais reírse de mí cuando digo que las bebidas alcohólicas me dejan sin cuidado, pero que sí me gusta el “ouzo”, sin embargo la verdad es que del “ouzo” sólo me gusta su olor y me basta un poquito dentro de un vaso lleno de agua helada para disfrutar de él.
En pocas palabras bebo vino, y al cabo de los años he vuelto además de ser capaz de discriminar entre las variedades distintas, pero puedo prescindir de él, aunque sea el mejor de los mejores, sin ningún problema, mientras que no puedo prescindir, por ejemplo, del chocolate, de la nata, del queso y de la mantequilla, del pan, los dulces y otras muchas comidas de las que me gustaría poder prescindir, ya que engordan…. Además no entiendo de ninguna manera a algunos ricos, estrellas de Hollywood y gente así, que pagan un dineral para “disfrutar” de una botella de vino añejo de calidad suprema. Sospecho que sólo lo hacen por esnobismo y para mostrar que pueden gastar muchísimo dinero sin pensarlo, porque no entiendo cómo este caldo tan extravagante y excesivamente caro puede satisfacerles más que un buen vino de los corrientes. Igualmente no entiendo a los críticos de vino que están describiendo su aroma y su sabor con términos tan alejados de la realidad actual como “aromas de frutas del bosque”, o “de vainilla, canela y cardamomo” y cosas así.
La cuestión para mí es la siguiente: ¿A los que les gusta el vino -y las demás bebidas alcohólicas- , a vosotros y vosotras, os gusta por su sabor, o por los efectos que tiene el consumo de alcohol en vuestra disposición anímica? Esta es la pregunta del millón.
Si es por el sabor, no os puedo entender, de verdad, pero de gustibus  et coloribus no est disputandum, como decían los romanos. Si, en cambio, os gusta beber  porque  haciéndolo os relajáis y sentís mejor, olvidando por un tiempo vuestras ansiedades temores y otros problemas, no tendría objeción ninguna para que bebierais -¡con moderación, siempre!-, pero debo decir que a mí no me sucede. Sí que me relaja la buena compañía, hablar con amigos queridos en un ambiente festivo, pero no el alcohol. El alcohol, las pocas veces que he bebido más de lo que suelo, me da un poco de mareo y una cierta flaqueza en las rodillas, pero no me altera la disposición anímica.
Sobre esto me acuerdo de un hecho que me ha mostrado las consecuencias  -¡malas!- de beber más de la cuenta: En el ultimo año de mis estudios en la Universidad Técnica de Atenas (Politecnion) mi clase enprendió un viaje hacia la Unión Soviética de entonces. Era el primer año después de la caída de la dictadura militar de los coroneles y también era el primer viaje que una clase de estudiantes griegos hacían, después de muchos años, a Rusia. Habíamos volado a  Moscú y después visitamos también Kiev y Leningrado, viajando allí en trenes durante la noche. Pues en una noche de viaje por tren, en el compartimiento vecino al nuestro se habían juntado algunos de nuestros compañeros y compañeras con el profesor que nos acompañaba y, muy a mi pesar (porque quería dormir, para estar al día siguiente en condiciones para disfrutar de la visita en la ciudad adonde íbamos), estaban pasándolo bien, bebiendo de la misma botella de vodka que se habían comprado. Al principio  la pandilla estaba en una disposición muy alegre, conversando animadamente y riéndose mucho. Pronto los ánimos se alzaron demasiado. Empezaron a cantar en coro y voz alta canciones infantiles ridículas, como “El gallito kikirikí”, el profesor cincuentón incluido. Parecían disfrutar muchísimo, cuando de repente una chica empezó a llorar. Y gemir. Pronto los llantos y los gemidos y los alaridos y los gritos de agonía se multiplicaron y también empezaron a oírse otros ruidos,  como el que se produce cuando uno necesita vomitar. En un dos por tres la fiesta se había convertido en una tragedia y los que habían participado en ella estaban haciendo cola en los aseos, o permanecían echados en los corredores del tren en un estado lamentable, incapaces de moverse par ir a acostarse en sus literas.


Dicen que in vino veritas, y esto es cierto, pero el tipo de la verdad que produce el excesivo consumo de vino a mí no me gusta. Esta verdad puede fácilmente  convertirse en desfachatez y agresividad, algo muy peligroso, en especial cuando él que uno tiene en frente, tampoco está en condiciones para poder controlarse. Es así que Alejandro el Mango mató a su mejor amigo, estando borracho… En cuanto se refiere a mí, quiero poder controlar lo que estoy diciendo y haciendo y que los otros también puedan controlar lo que me dicen y me hacen a mí, pasándolo siempre por el criterio de la razón serena. Así que en realidad el que no me gusta beber me conviene …

Πέμπτη 14 Ιανουαρίου 2016

EL VINO Y SUS CONSECUENCIAS



Desde entonces nada sería igual puesto que el protagonista de hoy, el vino, además de la euforia que produce a sus consumidores, algunas veces juega el papel de colaborador en situaciones inconcebibles. Está claro que uno no se puede escapar de su destino, como dice el refrán, pero este destino muchas veces lo creamos nosotros mismos en momentos de debilidad, malentendido o imprudencia.

En aquella época lejana, llena de intrigas, corrupción, maquinaciones, orgías, inconsecuencias y, sobre todo, de placeres carnales, la vida pasaba con aventuras efímeras. Las tabernas eran caracterizadas como ´´oasis´´ por una gran parte del pueblo ofreciendo espectáculo, danza y vino en abundancia a los asistentes. Las servidoras eran, por regla general, jovencitas semidesnudas que pasaban horas incalculables en un ambiente más bien incómodo.

En una de esas tabernitas tuvo lugar un incidente que pasó a la historia.
El, según los historiadores, era un hombre alto y guapo. Ella era hija de una bailarina y actriz que siguió desde muy temprana edad (14 años) el ejemplo de su hermana mayor y trabajó en un burdel. Así se ganaba la vida mediante una combinación de sus habilidades teatrales y sexuales.

Un día, él, pidió al tabernero que le sirviera su copa de vino la bailarina que en aquel momento interpretaba una danza, semidesnuda,  en la pista de baile. Su belleza, sus ojos, su carácter espontáneo y divertido atrajeron su atención y quiso conocerla en lo profundo del alma. Este primer contacto fue decisivo. Se repitió muchas veces y terminó siendo una costumbre permanente. Ella empezó a ejercer una influencia sobre el hombre desconocido, pero encantador, quien, en la mayoría de los casos, frecuentaba la tabernita disfrazado con capucha, capa y sandalias que dejaban expuestos algunos dedos sucios. Así una noche después del vino, de las caricias, etc., se le desató la lengua y, en un instante de pasión,  como si fuera un pecado de lujuria, él le confesó su identidad. Pronto volvió en sí y la única palabra que pudo balbucear era ´´ in vino veritas ´´para recibir inmediatamente la respuesta de ella ´´ in aqua sanitas ´´ por supuesto para señalar los dedos sucios del disfrazado heredero Justiniano.

La continuación de la historia es conocida. No tardaron en casarse superando leyes y obstáculos. Teodora cambió de chaqueta transformándose en una emperatriz que gozó de gran popularidad y poder. Desafortunadamente murió muy joven, a la edad de 48 (548) dejando en el imperio reformas legales y espirituales. Reformas que mejoraron la posición y los derechos de las mujeres.  Entre sus leyes destaca la que prohibía la prostitución forzosa y cerró burdeles que la incumplían. Además, pensando siempre en su pasado y en su experiencia juvenil , creó un convento llamado ΜΕΤΑΝΟΙΑ, arrepentimiento, donde las prostitutas podían mantenerse a sí mismas.

Esta es la historia que empezó con vino, amor y libertinaje, pero que determinó una página de la historia bizantina muy brillante  con  una coexistencia acertada y pacífica.



Vicky Ververoglou

12.1.16