Σάββατο 16 Ιανουαρίου 2016

El vino y yo


“Desde entonces nada sería igual”.  Así concluía mi abuela su diatriba sobre la mala suerte de su hermana menor, cuyo marido, después de varios golpes que le había dado la vida, había encontrado consuelo en el vino, volviéndose un borrachín.
Mis recuerdos de este tío están salpicados con sentimientos de conmiseración y lástima. Era buena gente, un hombre pacífico y dulce, pero a causa de su vicio, no era capaz de mantener un empleo estable. Para ayudarlo, a él y a su familia que a menudo sufría grandes penurias, mis padres y otros parientes le invitaban a veces para hacer  pequeños trabajos en la casa, como pintar las paredes, o arreglar algo que no funcionaba. Era un manitas para estas labores y trabajaba con  empeño y con afán de satisfacer, pero no podía mantener el esfuerzo por mucho tiempo. Venía a casa temprano y  antes de empezar trabajar, necesitaba primero beber un vaso -¡de los de agua!- lleno de vino hasta el borde. Lo tomaba de un trago, sin probar bocado de lo que le habían puesto al lado para acompañar su bebida. Sólo pedía que la botella del vino permaneciera sobre la mesa junto a su vaso y mientras trabajaba se servía y tomaba libremente sin parar. La calidad del vino no le importaba un bledo. Podía ser el caldo más barato que existiera. Sólo la cantidad era de su interés. Cuando la botella se vaciaba, enseguida teníamos que llenarla de nuevo, hasta que el tío, cerca del mediodía, concluía el trabajo del día y se preparaba para irse. Yo nunca lo había visto borracho o perder el control, pero me imagino que si seguía bebiendo así durante el resto del día, no le sería posible mantener su sobriedad hasta la noche…
Quizás fueron las desventuras de la tía Nicoleta, su mujer, la miseria de su familia entera y la conmiseración que sentía yo para aquel pobre tío, que me han hecho tan indiferente -esta es la palabra adecuada- hacia todas las bebidas alcohólicas, incluido el vino. Me gusta mucho -¡demasiado quizás!- comer bien, pero de todas las bebidas la que prefiero es el agua pura. Bebo vino en las comidas y las cenas festivas, cuando esto es lo que están bebiendo los demás, pero no me me faltaría nada si no me lo sirvieran nunca. Es más, siempre preferiría que me sirvieran agua en vez de vino, pero no lo digo, para no dar a los otros comensales que hablar. De las otras bebidas alcohólicas bebo gustosa sólo un licor que parece más a un dulce (Irish Cream) y también “ouzo”, del que me gusta el olor, porque me acuerda el verano. Sé  que el “ouzo” tiene muy alto porcentaje de alcohol y que podríais reírse de mí cuando digo que las bebidas alcohólicas me dejan sin cuidado, pero que sí me gusta el “ouzo”, sin embargo la verdad es que del “ouzo” sólo me gusta su olor y me basta un poquito dentro de un vaso lleno de agua helada para disfrutar de él.
En pocas palabras bebo vino, y al cabo de los años he vuelto además de ser capaz de discriminar entre las variedades distintas, pero puedo prescindir de él, aunque sea el mejor de los mejores, sin ningún problema, mientras que no puedo prescindir, por ejemplo, del chocolate, de la nata, del queso y de la mantequilla, del pan, los dulces y otras muchas comidas de las que me gustaría poder prescindir, ya que engordan…. Además no entiendo de ninguna manera a algunos ricos, estrellas de Hollywood y gente así, que pagan un dineral para “disfrutar” de una botella de vino añejo de calidad suprema. Sospecho que sólo lo hacen por esnobismo y para mostrar que pueden gastar muchísimo dinero sin pensarlo, porque no entiendo cómo este caldo tan extravagante y excesivamente caro puede satisfacerles más que un buen vino de los corrientes. Igualmente no entiendo a los críticos de vino que están describiendo su aroma y su sabor con términos tan alejados de la realidad actual como “aromas de frutas del bosque”, o “de vainilla, canela y cardamomo” y cosas así.
La cuestión para mí es la siguiente: ¿A los que les gusta el vino -y las demás bebidas alcohólicas- , a vosotros y vosotras, os gusta por su sabor, o por los efectos que tiene el consumo de alcohol en vuestra disposición anímica? Esta es la pregunta del millón.
Si es por el sabor, no os puedo entender, de verdad, pero de gustibus  et coloribus no est disputandum, como decían los romanos. Si, en cambio, os gusta beber  porque  haciéndolo os relajáis y sentís mejor, olvidando por un tiempo vuestras ansiedades temores y otros problemas, no tendría objeción ninguna para que bebierais -¡con moderación, siempre!-, pero debo decir que a mí no me sucede. Sí que me relaja la buena compañía, hablar con amigos queridos en un ambiente festivo, pero no el alcohol. El alcohol, las pocas veces que he bebido más de lo que suelo, me da un poco de mareo y una cierta flaqueza en las rodillas, pero no me altera la disposición anímica.
Sobre esto me acuerdo de un hecho que me ha mostrado las consecuencias  -¡malas!- de beber más de la cuenta: En el ultimo año de mis estudios en la Universidad Técnica de Atenas (Politecnion) mi clase enprendió un viaje hacia la Unión Soviética de entonces. Era el primer año después de la caída de la dictadura militar de los coroneles y también era el primer viaje que una clase de estudiantes griegos hacían, después de muchos años, a Rusia. Habíamos volado a  Moscú y después visitamos también Kiev y Leningrado, viajando allí en trenes durante la noche. Pues en una noche de viaje por tren, en el compartimiento vecino al nuestro se habían juntado algunos de nuestros compañeros y compañeras con el profesor que nos acompañaba y, muy a mi pesar (porque quería dormir, para estar al día siguiente en condiciones para disfrutar de la visita en la ciudad adonde íbamos), estaban pasándolo bien, bebiendo de la misma botella de vodka que se habían comprado. Al principio  la pandilla estaba en una disposición muy alegre, conversando animadamente y riéndose mucho. Pronto los ánimos se alzaron demasiado. Empezaron a cantar en coro y voz alta canciones infantiles ridículas, como “El gallito kikirikí”, el profesor cincuentón incluido. Parecían disfrutar muchísimo, cuando de repente una chica empezó a llorar. Y gemir. Pronto los llantos y los gemidos y los alaridos y los gritos de agonía se multiplicaron y también empezaron a oírse otros ruidos,  como el que se produce cuando uno necesita vomitar. En un dos por tres la fiesta se había convertido en una tragedia y los que habían participado en ella estaban haciendo cola en los aseos, o permanecían echados en los corredores del tren en un estado lamentable, incapaces de moverse par ir a acostarse en sus literas.


Dicen que in vino veritas, y esto es cierto, pero el tipo de la verdad que produce el excesivo consumo de vino a mí no me gusta. Esta verdad puede fácilmente  convertirse en desfachatez y agresividad, algo muy peligroso, en especial cuando él que uno tiene en frente, tampoco está en condiciones para poder controlarse. Es así que Alejandro el Mango mató a su mejor amigo, estando borracho… En cuanto se refiere a mí, quiero poder controlar lo que estoy diciendo y haciendo y que los otros también puedan controlar lo que me dicen y me hacen a mí, pasándolo siempre por el criterio de la razón serena. Así que en realidad el que no me gusta beber me conviene …

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