Años atrás, durante una visita a las ciudades
antiguas de Sicilia, me había preguntado cómo fue posible que los griegos del
séptimo siglo antes de Cristo tuvieran la osadía de emprender los viajes que les
condujeron allí, para fundar las colonias de la Magna Grecia. Aquellos hombres
no tenían más que unos navíos primitivos, que iban con remos y velas. No tenían
ni brújulas, ni órganos de navegación, ni mapas, ni conocimiento alguno de la
geografía, como los tuvieron en su tiempo Colón, Magallanes, Díaz y los otros grandes
navegantes y exploradores del Renacimiento. Debían de ser realmente viajes
hacia lo desconocido aquellos antiguos, aunque es lógico deducir que los que crearon
las colonias habían sido precedidos por otros, que habrían “descubierto” los primeros
esas tierras, antes que los colonizadores.El proceso probablemente fue larguísimo y quizás
las nuevas tierras fueran descubiertas primero por accidente, como uno puede deducir estudiando la mitología u obras
como la Odisea. De todas maneras la pregunta es insistente: ¿cómo fue que unos
hombres con medios primitivos se atrevieran a adentrarse tanto en el mar para
poder “descubrir” tierras lejanas y hasta entonces incógnitas? Aunque suponiendo que siempre hubo un móvil
fuerte que incitó a aquellos primeros viajes -una catástrofe natural, guerras, persecución, hambre
u otra calamidad, que hizo la huida de la tierra natal necesaria-, es difícil de entender cómo lanzarse hacia lo incógnito
les había parecido a los navegantes primitivos como una posible salida a sus
problemas, de la índole que fueran.Por mucho tiempo me había intrigado la pregunta de
cómo fue que aquellos hombres habían arriesgado sus vidas emprendiendo viajes
imposibles, sin la más remota certeza de que estos acabarían en algo. Hasta que
este verano, viajando por el Egeo hacia el destino de mis vacaciones, encontré
una posible respuesta: me di cuenta de que navegando este mar esparcido de
islas e islotes, el viajero tiene siempre a la vista un pedazo de tierra. El
horizonte nunca es una línea recta que divide el mar del cielo. Esta línea está
siempre interrumpida por una roca, un islote, una tierra, que aunque parezca inhóspita
su imagen puede consolar y crear esperanzas. Así que atravesar el Egeo hasta la costa de Asia
Menor fue quizás el primer paso para que los antiguos marineros griegos
adquirieran poco a poco experiencia náutica, que más adelante les permitió
emprender viajes más arriesgados.El Mediterráneo es un mar cerrado, que se puede
navegar teniendo siempre la costa a la vista. Además hay muchos conjuntos de
islas, aparte del achipiélago del Egeo, que hacen posible que un viaje largo se interrumpa, para que los
barcos puedan abastecerse y las tripulaciones descansar y reponerse. Por otro
lado, este “mar nuestro” es relativamente apacible. En él no hay huracanes, tifones, o ciclones,
mientras que las tempestades y los vendavales no suelen durar más que unos
pocos días a la vez. Todos estos hechos podrían explicar por qué los primeros grandes
navegantes y colonizadores de la historia fueron pueblos mediterráneos. Los
fenicios fundaron Cádiz y Palermo unos mil años antes de Cristo; los griegos colonizaron
la costa del Asia Menor nueve siglos antes de Cristo; y las costas de la península Itálica y de
Sicilia apenas doscientos años después.
Marsella fue fundada alrededor del 600 a. C,
Ampurias, en la costa de Cataluña, en 550 a. C. y las colonias griegas
en el Mar Negro en aquel mismo periodo.Con el desarrollo de la navegación floreció
también el comercio e inevitablemente el intercambio cultural entre pueblos
distintos. Este intercambio, el conocer otros mundos y a gente diferente no
cabe duda que ha impulsado decisivamente el progreso. El auge de la civilización
en el periodo de los griegos antiguos y los romanos no es para nada ajeno a la
geografía, porque el Mediterraneo no sólo ha permitido la comunicación y el
intercambio entre pueblos diferentes, sino tambien ha influido en las
condiciones climáticas de la zona, proporcionando a sus habitantes inviernos
templados y veranos frescos, es decir, un clima propicio para la vida humana y
el desarrollo económico y también
cultural. No es injusto, pues, ni exagerado considerar el mar Mediterráneo como
cuna de civilizaciones.
Tina
Dougalis
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