El
subconsciente colectivo de
Estambul está marcado por el grandioso monumento de Santa Sofía que domina en
la parte vieja de la ciudad y está considerado como el monumento más sobresaliente y
característico del arte bizantino.
Estambul
de los años sesenta del siglo pasado conservaba su atmósfera cosmopolita y una sociedad abierta. La vida, los
centros de educación, el modo de pensar de la gente, las amistades, todo corría
con un rítmo que siempre constituía el contenido de mis mejores recuerdos de
aquella época.
Mi
colegio se encontraba en un
barrio donde había varias pequeñas industrias.
Cuando
iba a clase todas las mañanas
solía visitar una pequeña iglesia de un santo cuyo nombre no recuerdo ahora.
Viajaba en barco cada mañana desde la isla donde vivía hasta el puerto de
Estambul. Unos días, con buen tiempo
y sol, andaba por la costa porque quería oler el mar y, además, me entusiasmaba
ver los barcos de los pescadores. Otros días prefería caminar por la
avenida para echar una ojeada a los escaparates de las tiendas. Estos diez
minutitos hasta entrar por la gran puerta del colegio eran un corto placer
antes de empezar el programa diario de estudios bajo la mirada severa de las
monjas.
Durante
el camino me acompañaba una
circulación pesada puesto que en
aquellas horas matinales, en una gran ciudad, la gente tiene prisa para llegar
a su trabajo. Las bocinas, la muchedumbre, los insultos de los conductores
fueron algunos de los sonidos diarios.
Había otros voceríos también a mi alrededor. Por ejemplo los de los vendedores
ambulantes de roscas, de los fruteros o de los que vendían infusiones de té, pero lo que destacaba era el olor del sahlep, un tipo de infusión que se prepara con leche y polvo de una
planta blanca.
Me
vienen ahora a la memoria el
orden y la disciplina impuestas por las monjas, cosas que eran importantísimas
y la dirección las tomaban en consideración en el momento de la graduación.
Al
terminar las 7 horas de clase
desandaba el mismo camino del colegio al puerto, escuchando los mismos sonidos.
La única diferencia por la tarde y antes de embarcar, era que el barrio de
Gálata, donde se encontraba mi colegio,
era el espacio favorito de los estudiantes.
Allí nos encontrábamos para contar el poco dinero que tenía cada uno de
nosotros y comprarnos dulces de las famosas dulcerías de Gálata. En el mismo barrio había pequeñas
tabernitas de pescado que ofrecían una gran selección de productos del mar. Lo
confieso. Allí hicimos nuestros primeros experimentos con las bebidas alcohólicas.
Aunque pasé seis años de mis estudios en aquel
colegio francés de Gálata tardaría en visitar
algunas cosas, por ejemplo la Torre de Gálata, uno de los lugares más
llamativos de la ciudad, un monumento especial que construyeron los venecianos.
Muy cerca de la torre existe una de las sinagogas más importantes de la ciudad
donde se reúne la comunidad judía. Resulta inconfundible por su fachada de
colores rojizos, sus tres arcos y la cúpula decorada con estrellas (por
supuesto la estrella de David).
En un recorrido por Gálata uno puede detenerse
unos minutos para comprobar que en Estambul todas las religiones tienen cabida.
Vicky
Ververoglou
4-12-15
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